lunes, 23 de enero de 2012

Carta de un toro de casta

ORIGINAL: EL Colombiano
Samuel Arango M. | Medellín |


Aficionado a las corridas:

Recibe un cordial y cachondo saludo. Te escribo para contarte cómo fueron mi vida y mi muerte. Nací entre sedas y holanes en una hacienda magnífica. Mi parto fue atendido por expertos. Mi mamá fue seleccionada de entre las reinas de la ganadería para que se entregara sin decir ni MUUU a un enorme toro, de enormes criadillas y mayores cuernos y de muchas experiencias amorosas. Su semen es tenido entre las joyas preciosas de los amos y una seccioncita amatoria o puja vale más que mil solomitos. Mi padre fue sobreviviente de una corrida en la que no lo insultaron sino que lo indultaron.

Me proporcionaron toda clase de cuidados. Pastos abundantes, mieles, vitaminas, compañía permanente, veterinario propio. Me median, me pesaban, me atendían las gripas. Me hicieron examen y respondí con bravura y casta al capote que con cariño acariciaba mi testuz. Adoraba los amaneceres y los atardeceres del campo. Crecí siendo la envidia de los otros toretes y el suspiro de las novillas.


Pero un día, mi gran suerte cambió. Me montaron en un enorme camión, enjaulado y con poco espacio para moverme. Viajé de pie varias horas y perdí tantos kilos que cuando me descargaron en un estrecho y nauseabundo corral estaba mareado y confundido. En otros corrales esperaban otros toros, enormes, tensos, bellos y asustados. Me dieron agua con un sabor algo amargo, luego, sentí que mis bríos y mi coraje habían decaído. Me sentí debilitado y aperezado. Me untaron algo en mis ojos que me hizo perder la nitidez de las imágenes. Veía borroso. Tenía ganas de trasbocar, me ahogaba. De pronto se abrió la puerta y fui obligado a desbocarme por un estrecho corredor. Empecé a escuchar un sonido ensordecedor como el motor de un avión. Corrí desesperado y salí de sopetón a un gran espacio de arena, con un sol enceguecedor que hirió mis ojos con fuerza. Corrí sin parar, asustado, y un disfrazado de traje de luces empezó a molestarme.

Me pasaba el trapo por mis narices. Desee destrozarlo pero él me hacía el quite con asombrosa habilidad. Se burló de mí como quiso y eso aumentó mi bravura, lo perseguí con fuerza y rabia y a cada envión que le mandaba oía una multitud que gritaba desaforada mi bravura. Luego me enfrentaron a un caballo enceguecido, impotente. Me chuzaron el lomo y sentí un dolor indescriptible. La sangre caliente salía a borbotones por el gran hueco en mi piel, estaba mareado. Oía cornetas, gritos, maldiciones.

Luego me clavaron ocho palos con púas, el dolor era inmenso. Quería acabar con lo que estuviera a mi alrededor pero ya mis fuerzas no alcanzaban para atacar y defenderme de la agresión.

Fui el juguete del payaso de luces que me amenazaba con el trapo. Hasta que sentí que se me clavaba en el fondo de mi alma una espada que acabó con mi ímpetu. Empecé a tambalearme, no podía tenerme en pie, la plaza me daba vueltas. Al fin caí sin esperanzas. Un grito ensordecedor me abrió la puerta de la otra vida.

Volví a ver el campo maravilloso, a sentir el olor de las flores y pude observar, desde lo alto, la salida de una cantidad de gente plenamente feliz de haberme torturado y asesinado.

Querido aficionado, espero que nunca le pase a usted lo mismo.

Toro de casta. 

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