lunes, 17 de septiembre de 2012

Las locomotoras que acaban con la democracia

por Paula Cristina Mira Bohórquez - Profesora Instituto de Filosofía
pcmira@quimbaya.udea.edu.co06 de septiembre de 2012

¿Quién decide si Colombia debe ser un país minero? Esta pregunta no trata solo de unos cuantos casos problemáticos de algunas comunidades, así como tampoco de luchas aisladas, la pregunta nos lleva a una cuestión más general, que nos involucra a todos como ciudadanos de un país e incluso como habitantes del mundo. 

Hace pocos meses el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia realizó un seminario sobre ética, medioambiente y animales. En una de las ponencias, en la que se discutía sobre el problema de la minería en Colombia, un estudiante realizó la siguiente pregunta: A pesar de que Colombia ha sido declarado un país minero, ¿debe ser realmente Colombia un país minero? La pregunta creó murmullos en la sala, por lo importante, urgente y difícil, y porque entendimos que nos dirige a otras preguntas esenciales, siendo una de ellas: ¿Quién decide si Colombia es o no un país minero?

En un artículo publicado el dos de septiembre en el periódico El Espectador y titulado “Nuestro oro verdela periodista narra la lucha de las comunidades del suroeste antioqueño por impedir que las multinacionales entren a su territorio e implanten la megaminería para la extracción de oro y otros minerales. Al final del artículo queda una alegría y un sinsabor, la alegría de una comunidad que lucha por conservar su tierra, su paisaje, su agricultura y sus costumbres frente a los peligros que ven con la entrada de la megaminería, y el sinsabor por las pocas posibilidades que parecen tener estos esfuerzos, ya que la Secretaría de minas de Antioquia, aclara para el artículo que “[u]na cosa es lo que uno quiere y otra la que la ley permite. Tenemos que hacerles ver a los alcaldes y a la comunidad que la minería está regida por un código. Aunque hay unos instrumentos legales para prohibirla, sólo funcionan en el perímetro urbano; al perímetro rural lo rigen leyes como la 388, que le da la posibilidad a un privado de hacer minería”. 

¿Quiere decir esto que el código 388 le da la posibilidad a un privado de hacer minería por sobre los intereses de las comunidades, de los propietarios de la tierra, de las autoridades políticas de estas comunidades, esto es, por sobre todos los entes que suponíamos están empoderados en una democracia?

Por otro lado, el portal de internet Lasillavacia publicó, también el dos de septiembre, un artículo titulado “Las polémicas del Código Minero que tendrá que enfrentar Renjifo”. 

En este artículo la periodista revela que el nuevo código minero que se prepara en el gobierno no cambiará algunos de los puntos más problemáticos del anterior del 2001, como por ejemplo que la minería es declarada “[…] como una actividad de utilidad pública e interés social” y añade que “[l]a consecuencia práctica de esto es que cualquier particular puede ser expropiado de sus predios si en su tierra se encuentra una mina”.

¿Estamos entonces frente a la ratificación de un apartado del código minero que determina que, siendo la minería de interés público y social, los miembros de esas sociedades pueden perder sus tierras, sus formas de vida y de subsistencia, su medioambiente sano y sus fuentes de aguas para el beneficio de extraños?
¿Qué tipo de actividad pública y de interés social es esta? 

La línea entre la demagogia sobre lo público y el beneficiar la privatización de las tierras y de los recursos naturales del país parece ser muy delgada, según lo presentado por este código minero.

En estos momentos entenderá el lector la importancia de la pregunta planteada antes: ¿Quién decide si Colombia debe ser un país minero?
Esta pregunta no trata solo de unos cuantos casos problemáticos de algunas comunidades, así como tampoco de luchas aisladas, la pregunta nos lleva a una cuestión más general, que nos involucra a todos como ciudadanos de un país e incluso como habitantes del mundo, a saber, la cuestión sobre qué concepto de desarrollo queremos seguir, qué valores privilegiamos cuando tomamos decisiones como comunidad, así como qué importancia tienen nuestras decisiones como comunidad en Estados que, como el nuestro, se publicitan como democráticos (y que además, como el nuestro, se vanaglorian de su biodiversidad).

Las luchas de estas comunidades muestran que el concepto de democracia es limitado para las autoridades gubernamentales, pues no parece ser un concepto que se eleve por encima de la simple acumulación de votos y que empodere a las comunidades para determinar autónomamente su futuro, el de su medioambiente y las posibilidades de sus generaciones futuras. Habría que preguntarse si se trata de un concepto de democracia que entrega las comunidades, sin consultarles, a través de leyes y códigos decididos a puerta cerrada, a un concepto de desarrollo en el que predominan los intereses económicos de grandes firmas multinacionales, y que da poca o ninguna importancia a los muchos otros intereses que las comunidades reconocen como importantes para ellas, como por ejemplo, los intereses medioambientales.

Hagamos todos el ejercicio de pensar la situación (que no es para nada hipotética), en la que a nuestra comunidad llega la propuesta de una empresa, que promete darnos algunos empleos (los invito a consultar las cifras sobre la cantidad de empleos que da la megaminería a los países latinoamericanos), promete además darnos un dinero para vivir un tiempo y algunas comodidades más; pero a cambio esta empresa acabará con nuestros recursos no renovables, agotará nuestras fuentes hídricas, privatizará toda la tierra a nuestro alrededor y una vez agotados estos recursos se irá para buscar mejores tierras. Frente a semejante propuesta, ¿queremos que alguien más decida por nosotros? ¿No tenemos ningún derecho a decidir si queremos que alguien nos saque de nuestras casas y nos deje sin agua? 

En definitiva, la simplicidad de este ejercicio nos puede servir para pensar que, sea cual sea nuestra decisión, es dudosa una postura democrática que no nos dé, al menos, la posibilidad de opinar sobre el destino de nuestras tierras, porque es cuando menos problemática la postura democrática paternal que pretende que sus ciudadanos son “niños” que no saben que es bueno para ellos y que postula la idea de que hay que decidir por ellos.

La retórica de ciertos actores económicos mundiales cada vez se complace más en hablar de que los recursos naturales son de todos, más la sospecha sobre estas afirmaciones es legítima, sobre todo cuando viene de actores provenientes de países, como los del llamado “mundo desarrollado”, que se preocupan tanto por cuidar sus propiedades y sus fronteras. No es mi interés demonizar las actividades de las multinacionales, como tampoco beneficiar discursos “que van en contra del progreso de los colombianos”, como dirían algunos, pero sí es mi intención repetir una pregunta cada vez más urgente: ¿Qué hará progresar a los colombianos? 

Para ganar en la posibilidad de dar respuestas a esto, es necesario resaltar nuestro deber ciudadano de informarnos y el deber de los entes políticos de poner a nuestra disposición información real sobre los beneficios, pero también sobre los riesgos de las actividades que se realizan en nuestra comunidad, así como el derecho que tenemos como ciudadanos a tomar decisiones o a poner en cuestión modelos de desarrollo que privilegien excesivamente algunas valoraciones, como la económica, por encima de muchas otras. Solo las sociedades informadas pueden aspirar a ser sociedades democráticas.

Sobre todo las actividades llamadas “extractivistas” tienen grandes riesgos para las comunidades, sobre los que hay que informarles y que no les pueden ser impuestos; estas actividades se caracterizan precisamente por la extracción de grandes volúmenes de los recursos naturales, por la vocación para la exportación (tienden a satisfacer el mercado global y no las necesidades de las comunidades en las que tienen lugar) y entre ellas se encuentran, no solo las actividades mineras a gran escala o la extracción de petróleo, sino además, los monocultivos por ejemplo. La literatura sobre el tema, por fortuna cada vez más en América Latina, pone en duda los beneficios económicos reales y sostenibles para las comunidades en las que se realizan estas actividades, y para los países en general, y cuestiona la tendencia de ciertos gobiernos latinoamericanos a prometer que, aceptando estas actividades en nuestras tierras, “saldremos de pobres”.

La información sobre la que se puede discutir, siempre debe venir acompañada de las posibilidades reales de decisión, de modo que los entes políticos brinden los foros necesarios para la información y la decisión, reduciendo tanto como sea posible el riesgo de la manipulación (la toma de decisiones trascendentales a cambio de canchas de futbol o balones por ejemplo). Ciertamente ningún gobierno es neutral, pero ninguna sociedad democrática tolera que el gobierno ignore los movimientos sociales ambientales por centrarse en la representación de un solo actor del problema (aunque la retórica política diga que es por el bien de todos). Ignorar, ridiculizar o criminalizar la defensa de los recursos naturales, de un medioambiente sano o de la conservación de la biodiversidad, son signos de una concepción de democracia cortoplacista y pobre en sus visiones de sociedad y de los derechos.

Un análisis detenido sobre el tema nos ayudará a develar la falacia detrás de algunos argumentos, por ejemplo, nos ayudará a entender que los problemas medioambientales generados por estas actividades los sentiremos todos, vivamos o no en las regiones en las que se den. Además, que este no solo es un problema que afecta a los humanos que viven hoy en día en el país, sino además que afecta a los animales no humanos, y a las generaciones futuras de humanos y animales no humanos. Por otra parte, aunque ahora se habla tanto de la “minería responsable”, una cosa hay que tener clara sin ambages, a saber, que los recursos no renovables se llaman así porque se acaban, y una vez se acaban, por más dinero que tenga una comunidad (o parte de ella), por más regalías que se hayan repartido y por más impuestos que se hayan cobrado por la actividad, simplemente no hay forma de volverlos a tener, y estos son precisamente los recursos indispensables para la vida. 

¿No constituye entonces la defensa de los recursos vitales una causa legítima y no es un deber de aquellos que elegimos para representarnos tenerla en la primera línea de sus decisiones? ¿No es una obligación de todo gobierno ofrecer modelos económicos alternativos, sostenibles y realmente públicos, que representen una contribución a la superación de la pobreza, sobre todo en áreas rurales? Habría que pensar si estamos viviendo en Colombia el fenómeno de que a las comunidades pobres se les niega la posibilidad de decisión con el argumento de sacarlas de la pobreza.

Para terminar, es importante anotar que como miembros de una universidad pública nos corresponde sin duda acompañar las reflexiones, que evidencien los distintos problemas en los modelos de desarrollo según los que vivimos, en las formas del ejercicio político que los acompañan, y contribuir a la construcción de nuevos modelos posibles, así como acompañar a las comunidades con la información responsable que requieren con urgencia. Este también es un problema de la democratización del conocimiento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.