miércoles, 1 de junio de 2011

El Río Bogotá: o nos adaptamos o nos vamos

ORIGINAL: Razón Pública
REGIONES

Domingo, 29 de Mayo de 2011 20:01


Una explicación inquietante sobre la muerte del río, sobre la irresponsabilidad de la empresa de Acueducto, sobre los edificios costosos en el sitio que no era y sobre las malas ideas para descontaminarlo. El experto ambientalista propone otra salida: hay que dejar de luchar contra el agua y hacer de ella una aliada.


De poesía a basurero
En un principio, la relación de la civilización con los ríos fue mágica: objeto de reflexiones, de metáforas, de mitos fundacionales, de poesía... Por inteligencia práctica muchos asentamientos humanos se ubicaron en las márgenes de los ríos, fascinados por su dinámica de permanente movimiento. Pero con el tiempo, esta proximidad se tornó desastrosa.

El agua que veo hoy no es la misma de mañana; como dijo Heráclito: "nunca se baña uno en el mismo río". Una idea de devenir que se transformó en basurero: tengo algo que no me sirve, lo tiro al río y santo remedio. Se lo lleva. No lo vuelvo a ver: se hunde o se va aguas abajo, lejos de mí.

Los desechos siempre han sido un problema, un tema vedado. Algo que es mejor dejar ir. En tiempos pretéritos, esos desechos en su mayoría eran literalmente carga orgánica que en últimas se descomponía con oxígeno, liberaba metano y luego servía como alimento de las especies que estaban en el río. La carga de nuestros desechos era asimilada y el daño muy reducido.

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Ríos muertos
Cualquier vestigio de equilibrio con los ríos se quebró a partir de la Revolución Industrial. Muchas empresas con la misma lógica de los asentamientos humanos se ubicaron a lo largo de los ríos y les impusieron la tarea de llevarse también sus desechos. Pero el río no responde de igual forma a las descargas de materia orgánica que a desechos de metales pesados, de líquidos lixiviados y de venenos derivados del petróleo. No los expulsa y es incapaz de transformarlos.

La devastación de los ríos no es un problema específicamente colombiano, claro está. Según datos del programa "Aguas y Ciudades" de Naciones Unidas, alrededor de 800 millones de personas residen cerca de ríos contaminados, en casuchas, sin servicios básicos ni saneamiento adecuados, expuestos a altos índices de contaminación por productos químicos y en alto riesgo de adquirir enfermedades contagiosas.

Se calcula que cada día llegan dos millones de toneladas de desperdicios a los ríos del mundo. El crecimiento de las ciudades no ha hecho sino empeorar la situación: a un ritmo de 2 habitantes nuevos cada segundo, no hay río que aguante. La mala gestión de los recursos hidrológicos y la contaminación del agua tienen un precio. En 2010, el Banco Mundial evaluó los costos de dañar nuestros ríos en e1 1 por ciento del PIB colombiano [1].

Muchos sistemas hídricos ya han muerto. Al Mississippi, que desemboca en el Golfo de México creando una zona hipóxica, anóxica (ausencia de oxigeno) lo mató la industria automotriz. Otros ya no alcanzan a desembocar en el mar. Así el Aral pasó a convertirse en un desierto, donde se pudren los vestigios de los barcos que alguna vez lo navegaron. El Nilo y el Amazonas en verano a veces parecen charquitos.

Nuestro río
El río Bogotá está muerto también. Se acabó hace mucho tiempo. No queda sino el nombre y el lecho al que los bogotanos botan de todo: neveras, muebles, basura, materia orgánica, virus, bacterias, grasas, aceites y lodo. Pero si toda inundación es grave, inundarse con agua envenenada ya pasa a ser un problema de salud pública.

En su recorrido de 336 kilómetros, el río Bogotá recibe las aguas de los ríos Sisga, Neusa, Tibitóc, Tejar, Negro, Teusacá, Frío, Chicú, Salitre, Fucha, Tunjuelito, Siecha, Balsillas, (que a su vez recoge las aguas de los ríos Subachoque y Bojacá), Calandaima y Apulo.

En la parte más alta el río resiste. En el páramo de Guacheneque, donde nace cerca de Villapinzón, hasta Cota, el río conserva aguas con una concentración de 4,8 por ciento de oxigeno, que hace posible la vida: por allí todavía perviven el pez capitán, la mapucha y el cangrejo.

El drama del río comienza pocos kilómetros aguas abajo de su nacimiento, con las curtiembres de Villapinzón. Aguas putrefactas tocan ahora a las puertas de muchos habitantes de la Sabana. La solución está lejos, aunque recientemente ha venido avanzando un proceso liderado por una asociación comunitaria para el saneamiento básico y el aprovechamiento de residuos, con una visión más amplia del negocio.

¿Quién mató al río?
El aumento desaforado de la población durante los últimos 200 años, la carga industrial y el flujo descontrolado de desechos llevaron el río al colapso. El pecado original es de los españoles: en su loca y cruel búsqueda de El Dorado se instalaron aquí, en una sabana a 2.600 metros sobre el nivel del mar.
Nadie que tuviera planes serios de quedarse hubiera fundado una ciudad entre el piedemonte y las lagunas, los lagos y los humedales, que antes habían dominado los Muiscas. Pero ellos sí. El villorrio que les sirvió de campamento para su tropelía, se fue volviendo ciudad sin querer y terminó siendo capital de la República, alejada de todo.

En retrospectiva, fue una pésima decisión, porque implicó la necesidad de desaguar la sabana y de construir sobre tierras inestables y arcillosas. Con ese objetivo se importaron especies exóticas, como los urapanes, las acacias y los pinos del Canadá, muy efectivas para absorber el agua. Lo cual fue un error: la sabiduría de las 300 especies nativas del bosque alto-andino cumplía a la perfección con esa labor de regular el ciclo hídrico.

Así se formaron los humedales, que son los brazos abiertos del río en tiempos de invierno. Si el agua viene sucia, el entramado de los humedales la purifica. En verano, dejan fluir el agua y se forman verdes praderas. A la Sabana de Bogotá hoy solo le quedan 700 hectáreas de humedales, cuando tenía 50 mil.

Los humedales son además magníficos hoteles para las aves migratorias, de las que en este país poco se habla: si acaso cuando un infortunado pero notable rector y caminante se pierde en Estados Unidos, buscando un ejemplar para fotografiarlo antes de su extinción.

Culpable principal: el Acueducto
Todo este proceso contó con la activa participación de la Empresa de Acueducto de Bogotá, tal vez el principal depredador del río, al descargar directamente todas las aguas negras de la ciudad, sin el menor tratamiento. Desde los años 50, la empresa es consciente de pavorosos diagnósticos sobre la salud del río, sin que haya nunca buscado una solución integral para descontaminarlo.

En 1952, Franscisco Wiesner y sus ingenieros tenían claro que no bastaba con construir una red de acueducto y alcantarillado: era indispensable construir también un sistema de saneamiento básico. Pero mientras se decidían a echarlo a andar, la ciudad se expandió desordenadamente hacia el sur y el norte y en ese proceso se acabó con la vocación hídrica de la sabana.

Ya en los años 90 vino la multinacional francesa Suez-Lyonnaise des Eaux con su propuesta de un sistema integral de descontaminación del río que requería construir una planta de tratamiento en cada uno de los tres afluentes principales, los mayores tributarios de contaminación:

  • el río Juan Amarillo (que trae la contaminación del norte de la ciudad), 
  • el río Fucha (que trae los desechos del centro) y 
  • el río Tunjuelito (que trae los del sur y los lixiviados de Doña Juana). 
La solución era técnicamente correcta, aunque incompleta pues olvidaba al río Soacha, el más contaminado por la actividad de canteras y de industrias de Cazucá.

Desafortunadamente solo se pudo construir una de las plantas, la del Salitre, cuya operación mensual cuesta unos 4.000 millones de pesos y solo alcanza a tratar la mitad del agua y luego la devuelve al río, para que se contamine de nuevo -estúpidamente- solo unos kilómetros aguas abajo. Los gerentes del Acueducto desde 1952 deberían pagar con su patrimonio los pasivos ambientales que han causado a la ciudad por sus malas decisiones y por su falta de visión.

La memoria del agua
La pluviosidad de la zona es una circunstancia inevitable y un recurso maravilloso que debería aprovecharse en forma óptima para la agricultura. Pero no: se optó por construir campos de golf, urbanizaciones ‘estrato 8' y la joya de la corona: la Universidad de la Sabana.

El fenómeno de La Niña ha hecho que todos los riachuelos y quebradas de la región reciban más agua de la que pueden contener y necesariamente desembocan en el río madre: el Bogotá. Pero como el río ha sido encajonado entre jarillones, construidos para robarle su espacio natural de amortiguación, es apenas previsible que inunde los terrenos cercanos y aledaños, con las catastróficas consecuencias que sabemos.

Fortalecer los jarillones es desconocer la dinámica del río. Si el río recibe más agua, pues sencillamente necesita más espacio. Si no estamos dispuestos a vivir bajo esta lógica elemental, podríamos probar otras ideas estúpidas como entubarlo hasta al mar, pero eso sí, sabiendo que algún día toda esa basura se devolvería sobre las ciudades costeras en inmensas olas de suciedad. Algo parecido se hizo durante la administración Peñalosa con el río San Francisco: algún día su cauce enterrado va a venir con tanta agua y tanta fuerza que inundará el centro de la ciudad.

Porque al agua nada la detiene. Cualquiera que haya sufrido una humedad de su casa sabe a qué me refiero. El agua siempre vuelve por lo suyo. No hay jarillón que resista. Por eso sorprende la respuesta santanderista del rector de la prestigiosa universidad de la Sabana: amparándose en artículos, parágrafos, acuerdos, contratos, derechos adquiridos, todo para exculpar el gran error de construir semejante infraestructura a menos de 30 metros del río, sobre un humedal indispensable para la dinámica del mismo [2].

Debería dejarse asesorar de expertos holandeses, porque la única opción real es que la Universidad devuelva sus terrenos al río. O acepte tener un campus acuático: sería lindo, una especie de Venecia universitaria, con edificios que se adapten a las subidas del río y cómodas instalaciones que permitan a sus estudiantes llegar a clase en jet sky.

La operación Diablo Rojo
Pero las respuestas oficiales no son más lúcidas. Quizá la idea más desafortunada fue anunciada con bombos y platillos por el gobernador de Cundinamarca, Andrés González, enfundando en casco, impermeable y botas Machita: la Operación Diablo Rojo.

Probablemente este nombre le fue sugerido por un frívolo creativo para reconocer oficialmente nuestra claudicación ante la muerte del río: ocho máquinas de draga trabajarán durante dos meses para extraer 400 mil metros cúbicos de sedimentos de las cuencas media y baja. ¿Dónde pondrán esos residuos envenenados? Nadie sabe. El gobernador sugirió que se usen para reforzar los jarillones, pero no hay certeza de la viabilidad técnica de semejante barbaridad.

El dragado afecta la estructura de las corrientes, que a su paso forman meandros, islitas allí donde se concentra la sedimentación y curvas con las que va hidratando todo a su alrededor. Es decir, va inundando con mañita y de a pocos los territorios aledaños para que cuando llegue abajo no arrastre con todo. Pero esta operación de emergencia no cura el mal ni evita desastres futuros. Con recursos de Colombia Humanitaria se va a celebrar el entierro del río: una macabra broma semántica.

Hay que ser más audaces
¿Habrá alguien capaz de promover una solución más audaz e ingeniosa? ¿Por qué no reconocer que la ciudad se construyó en un mal sitio y que la mejor idea sería desocupar aquellas zonas donde las tragedias son más recurrentes y graves?

La región debe pensar en dejar inundar la margen occidental del río, adaptarse a las crecientes del agua -como sabiamente lo hicieron los holandeses- y dejar de pelear infructuosamente contra ella. Porque vamos a perder: ya estaba aquí antes que nosotros y seguirá una vez nos extingamos. Pese a nuestras ínfulas trascendentes, no somos más que una anécdota en la historia de este planeta.

Si queremos seguir viviendo en la Sabana de Bogotá, tendremos que ganarnos ese derecho. Todas las soluciones son complejas, demoradas y cuestan plata, pero hay algunos principios que deben contemplarse para una relación armónica con nuestro río:
1. No se puede seguir contaminando.
2. No se puede seguir construyendo en los territorios del agua.
3. No se puede seguir creciendo como una mancha de aceite sobre la Sabana, hay que tomar en serio la densificación.
4. Hay que construir edificios certificados, que recirculan el agua y saquen el mejor provecho de ella.
5.Tenemos que reforestar: la mejor y la más barata de las opciones. Cuando llueve, los árboles absorben el agua. Pero como hemos tumbado todos los árboles, ya no ayudan a regular los caudales y vienen los deslizamientos, las avalanchas y las inundaciones.

En la parte alta de la cuenca del río Bogotá, durante los últimos siete años ya se han sembrado más de 19 mil ejemplares de especies locales. Nos hemos impuesto la meta de sembrar en los próximos años un millón y medio de nuevos árboles.

No es posible recuperar todo lo que se ha perdido, pero hay que comenzar con un programa de conservación que genere servicios ambientales, empleos verdes y alternativas de desarrollo limpio y sostenible. El bosque es el mejor aliado del río y a la larga, de nosotros mismos y de nuestros hijos.

¿Por qué no pensar en serio cómo y dónde refundar a Bogotá? 

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* Director de la Fundación Al Verde Vivo, que lleva 17 años investigando la problemática del río Bogotá. Para conocer más acerca de las iniciativas que se adelantan para salvar este ecosistema, puede visitar 
www.alverdevivo.org o en 

twitter1-1 @Alverdevivoorg



Fotos: Fundación Al Verde Vivo

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